sábado, 4 de julio de 2015

José Emilio Tallarico


tumba del musiquero

Ningún sonido.
Estará bien alejarse entonces
y que la memoria trampee en el descampado.
Aquí yacen la sordina del viejo,
el epitafio que vislumbró su redención.
Ni los alvéolos del viento ni el hueso reconocen la oferta:
esto es zona sensible, de residual monotonía.
Aquí delibera el silencio como siembra menuda.
Los muchachos del pueblo a veces vienen a pasar la tarde,
fuman su marihuana, ríen, y respetan el clima.
Está bien que así sea porque el cauce interminable
baja con el ensanchamiento de las sombras,
y la locura al ser tibia y desunida no lograría resistir.
Lo mismo da que el viajero silbe o se persigne
cuando pasa de largo.

Todos los cuerpos desaparecen en la luz.


hacia el río

¿Qué puede pedirte el mundo
más que un orgasmo o una muerte?
Brilla un zodíaco esmaltado en el cielo.
Los fantasmas del río se hinchan con el primer resplandor.

Lámina tras lámina acuden instantes azules, insulares, 
como si el alma no tuviera nada que afrontar,
como si el homenaje de las aguas proveyera
de temblor suficiente, y fuera carne iluminada
la que desciende ahora, lenta, a trocarse en olvido.
Todo es póstumo en el zumbido lunar.

La brisa del sudeste cruzó desencajada estas veredas.
Ardió y huyó alguna vez. Pero ya es otra.
Se parece a la espalda de una hembra blanquísima.

Ansiaba transparencia la mitad de tus ojos,
pero he aquí las aguas con sus límites;
arena sucia, pedrerío, movimiento de objetos desgraciados.
Alguien tenía que mirar estas aguas, esta extensión velada.
¿Principio o fin? Alguien tenía que bajar, respirar hondo este aire. 

Andariveles, antología-selección del autor -  Argos 2006


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