Cuando aparecieron los primeros relojes digitales me
apresuré a comprar uno en la tienda de Hans Maurer. Apenas fue mío comprendí el
verdadero alcance de mi decisión. No me asombraba la ausencia de ruedecillas
dentadas, resortes, áncoras y clavijas. No me asombraba el fluir de la
corriente por el laberinto de circuitos integrados y cristales de cuarzo.
Tampoco la pérdida del tic tac, que durante tantos siglos fuera la verdadera
música del tiempo.
Me asombraba la diminuta pantalla que había venido a
sustituir a la esfera de manecillas.
Al enjuto, enigmático reticente Maurer, le explico bien: la
esfera marcada nos recuerda una concepción del mundo protectora y de algún modo
feliz: el tiempo da vueltas. Cada culminación es un nuevo comienzo. No hay
ruptura entre las partidas y los arribos. El pasado y el presente y aún el
futuro se muestran ante nuestros ojos en una continuidad circular. Las agujas
abandonan con pasos de hormiga aquello que ya no es y siguen en pos de aquello
que indefectiblemente será. Uno puede ver su camino. Señalar su retorno. Y al
verlas uno puede decirse que los días se repetirán siempre con sus mañanas y
sus noches. Que los ciclos existen. Que nos repetiremos también en nuestro hijos
como nuestros padres en nosotros. Que perduraremos.
De pronto la maldita pantalla digital viene a cambiar todo
esto. Los números aparecen y señalan un presente puntual. Cada instante es
distinto del que le precede. Los números emergen o se hunden en una nada sin
rastros. Allí no existen decursos sino reemplazos. El tiempo asoma abierto. Ha
perdido su rumbo circular y carece de límites. Es apenas un presente
instantáneo. El futuro es un desierto blanco y helado. El pasado se esfuma. Es
un abismo también blanco que se abre y desmorona detrás de nuestros talones con
cada paso que damos. Yo no sé si otros verán lo que yo veo ahí: una soledad
infinita. El abandono. La total desprotección. Estos relojes han venido a
enseñarnos nuestra orfandad. La gran mesa redonda que juntaba tantas cosas no
existe más.
Hans Maurer, sonríe. Pero yo insisto:
–Es posible que cada edad invente los instrumentos con los
que se mide a sí misma. Es posible que cada era escoja sus propios modos de
entenderse, según sea su propia conveniencia. La forma circular de engranajes,
esferas y movimientos de los relojes mecánicos (con sus ejes obligados), no
sería entonces casual ni el fruto de una necesidad puramente física. Sería,
pues, aparte de lo ya dicho, la realización de una búsqueda la de un centro
ordenador, la de un sentido central que lo organice todo. Temo, entonces, y no
me avergüenza confesarlo, que los relojes digitales, aparte del tiempo, estén
midiendo además otro continente que no alcanzo a comprender bien. Tal vez el de
un gran desierto blanco, vacío, sin centro, y sin sentido.
De tarde en tarde (a pesar de nuestra mutua repulsión) me
llego a la tienda de Maurer. Examino cada modelo que él me muestra. Tengo la
esperanza, cada vez más vaga, de encontrar algo cualitativamente distinto que
pueda reemplazar al reloj digital que él me vendió.
En este ir y venir de su tienda, hace poco Maurer me jugó
una mala pasada: me ofreció el único reloj que yo no quería poseer. Algún
demonio macabro lo había inventado hacía muy poco. Estaba equipado con sensores
que detectaban los signos vitales de su dueño. Por eso tenía (sí) manecillas.
Pero estas giraban en dirección contraria a la usual. Giraban al revés. Y su
marcha se aceleraba conforme se aproximaba la muerte del usuario.
La sonrisa de Maurer se abrió como un hueco negro en su cara
blancuzca cuando me lo ofreció.
Sabía que entre el horror que palpitaba, silencioso, en mi
reloj de pulsera y aquel otro, burdamente físico, que exhibía en su mano
extendida, yo no podía escoger.
cuento breve
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