jueves, 29 de abril de 2010

"Los testamentos traicionados" (Fragmento) Milan Kundera


Por supuesto, todos los artistas modernos conocieron la incomprensión y el odio; pero estaban al mismo tiempo rodeados de discípulos, teóricos, ejecutantes que los defendían y, desde el principio, imponían la auténtica concepción de su arte. En Brno, en una provincia en la que pasó toda su vida, Janácek también tenía a sus fieles, ejecutantes con frecuencia admirables (el Cuarteto Janácek fue uno de los últimos herederos de esta tradición), pero su influencia era demasiado débil. Desde los primeros años del siglo, la musicología oficial checa arrojó sobre él su desdén. A los ideólogos nacionales, que no conocían en música a otros dioses que Smetana, otras leyes que las smetanescas, les imtaba su alteridad. El papa de la musicología praguense, el profesor Nejedly, que pasó a ser al final de su vida, en 1948, ministro y omnipotente amo de la cultura en la Checoslovaquia estalinizada, no conservaba, en su belicosa senilidad, más que dos grandes pasiones: venerar a Smetana, execrar a Janácek. El único apoyo que Janácek obtuvo en toda su vida fue el de Max Brod; al traducir éste, entre 1918 y 1928, todas sus óperas al alemán, les abrió las fronteras y las liberó del poder ejecutivo de la celosa familia. En 1924, Brod escribió su monografía, la primera que se le dedicó; pero Brod no era checo, de modo que la primera monografía janacekiana es alemana. La segunda es francesa, publicada en París en 1930. Sólo treinta y nueve años después de la de Brod vio la luz su primera monografía completa en checo4. Franz Kafka comparó la lucha de Brod a favor de Janácek a la anteriormente librada en favor de Dreyfus. Sorprendente comparación que revela el grado de hostilidad que se abatió sobre Janácek en su país. Obstinadamente, el Teatro Nacional de Praga se negó, entre 1903 y 1916, a montar su primera ópera, Jenufa. En Dublín, en la misma época, entre 1905 y 1914, sus compatriotas rechazan el primer libro en prosa de Joyce, Dublineses, e incluso queman las pruebas de imprenta en 1912. La historia de Janácek se distingue de la de Joyce por la
perversidad del desenlace: fue obligado a ver el estreno de Jenufa dirigido por el director de orquesta que durante catorce años lo había rechazado, que durante catorce años no había manifestado más que desprecio por su música. Se vio obligado a mostrarse agradecido. A partir de esta humillante victoria (la partitura, recordémoslo, quedó embadurnada de correcciones en rojo, de tachaduras, de añadidos), terminó, en Bohemia, por ser tolerado. Digo: tolerado. Si una familia no consigue aniquilar al hijo malquerido, lo rebaja mediante una indulgencia maternal. El discurso corriente en Bohemia, y que dice estar a su favor, le arranca del contexto de la música moderna y lo amuralla en la problemática localista: pasión por el folclore, patriotismo moravo, admiración por la Mujer, la Naturaleza, Rusia, lo eslavo y otras jerigonzas. Familia, os odio. Ninguno de sus compatriotas ha escrito hasta hoy ningún importante estudio musicológico analizando la novedad estética de su obra. Ninguna escuela influyente de la interpretación janacekiana ha podido hacer inteligible al mundo su extraña estética. Ninguna estrategia para dar a conocer su música. Ninguna edición completa en discos de su obra. Ninguna edición completa de sus escritos teóricos y críticos.
Y, sin embargo, esa pequeña nación jamás ha tenido un artista más grande que él.
Dejémoslo. Pienso en la última década de su vida: su país independiente, su música finalmente aplaudida, él mismo amado por una mujer; sus obras pasan a ser cada vez más audaces, libres, alegres. Vejez picassiana. En el verano de 1928, su amada, acompañada de sus dos hijos, va a verle a su pequeña casa de campo. Los niños se pierden en el bosque, él parte en su busca, corre por todas partes, se enfría, cae víctima de una neumonía, es llevado al hospital y, pocos días después, muere. Ella está allí, a su lado. Desde los catorce años, oigo murmurar que murió haciendo el amor en su cama de hospital. Poco verosímil, pero, como solía decir Hemingway, más verdadero que la verdad. ¿Qué otra culminación para esta desencadenada euforia que fue su edad tardía?
Los testamentos traicionados - 1992

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