Las vidas no tienen sentido, argumenté. Un hombre vive y luego muere, y lo que sucede en medio no tiene sentido. Pensé en la historia de La Chère, un soldado que tomó parte en una de las primeras expediciones francesas a América. En 1562, Jean Ribaut dejó a cierto número de hombres en Port Royal (cerca de Hilton Head, Carolina del Sur) bajo el mando de Albert de Pierra, un loco que gobernaba por medio del terror y la violencia. «Ahorcó con sus propias manos a un tamborilero que había caído en desgracia ante él», escribe Francis Parkman, «y desterró a un soldado, de nombre La Chère, a una isla desierta, a tres leguas del fuerte, donde le abandonó para que muriese de hambre.» Finalmente Albert fue asesinado por sus hombres en un levantamiento, y La Chère, medio muerto, fue rescatado de la isla. Uno pensaría que La Chère estaría a partir de entonces a salvo, que, habiendo sobrevivido a su terrible castigo, estaría exonerado de nuevas catástrofes. Pero nada es tan simple. No hay probabilidades que vencer, no hay reglas que pongan límites a la mala suerte, y en cada momento empezamos de nuevo, tan a punto de recibir un golpe bajo como lo estábamos en el momento anterior. Todo se vino abajo en la colonia. Los hombres no tenían talento para enfrentarse a un territorio virgen, y la hambruna y la nostalgia se adueñaron de ellos. Utilizando unas cuantas herramientas improvisadas, gastaron todas sus energías en construir un barco «digno de Robinson Crusoe» para regresar a Francia. En el Atlántico, otra catástrofe: no había viento, los alimentos y el agua se agotaron. Los hombres empezaron a comerse sus zapatos y sus justillos de cuero, algunos bebieron agua de mar por pura desesperación y varios murieron. Luego vino la inevitable caída en el canibalismo. «Lo echaron a suertes», escribe Parkman, «y le tocó a La Chère, el mismo desdichado hombre que Albert había condenado a morir de inanición en una isla desierta. Le mataron y con voraz avidez se repartieron su carne. La espantosa comida les sostuvo hasta que apareció tierra a la vista, momento en el que, según se dice, en un delirio de alegría, ya no pudieron gobernar su navío y lo dejaron a merced de la marea. Un pequeño barco inglés recaló sobre ellos, los trasladó a bordo y, después de desembarcar a los más débiles, llevó al resto como prisioneros ante la reina Isabel.
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