Se ve a un hombre haciendo su vida cotidiana de la mañana en un recinto cerrado. Es el herrero Cósimo Schmitz, aquél a quien, en célebre sesión quirúrgica ante inmenso público, le fue extirpado el sentido de futuridad, dejándosele prudencialmente, es cierto (como se hace ahora en la extirpación de las amígdalas, luego de reiteradamente observada la nocividad de la extirpación total), un resto de perceptividad del futuro para una anticipación de ocho minutos. Ocho minutos marcan el alcance máximo de previsibilidad, de su miedo o esperanza de los acontecimientos. Ocho minutos antes de que se desencadene el ciclón percibe el significado de los fenómenos de la atmósfera que lo anuncian, pues aunque posea la percepción externa e interna, carece del sentido del futuro, es decir de la correlación de los hechos: siente, pero no prevé.
Y contémplasele, con agrado, levantarse, lavarse, preparar el mate; luego se distrae con un diario, más tarde se sirve el desayuno, arregla una cortina, endereza una llave, escucha un momento la radio, lee unos apuntes en una libreta, altera ciertas disposiciones dentro de su habitación, escribe algo, alimenta a un pájaro, quédase un momento aparentemente adormilado en un sillón; luego arregla su cama y la tiende; llega el mediodía, ha terminado su mañana.
Sacuden fuertemente su puerta y la abren con ruido de fuertes llaves, y aparécensele tres carceleros o guardias y que se apoderan violentamente de él, pero sin resistencia. (Comprenderéis que la mañana cotidiana que estaba pasando transcurre en un calabozo.) Se queda muy asombrado y sigue donde ellos lo llevan; pero al punto de entrar en un gran salón se presenta en su espíritu la representación detallada de una sala con jueces, un sacerdote, un médico y parientes, y a un costado la gran máquina de electrocución. En ese lapso de los ocho minutos de futuro previsible, recuerda y prevé que se le había notificado la sentencia de muerte el día antes y que aquella máquina lo esperaba para ajusticiarlo.
Recuerda también que un tiempo antes, cierta tarde recurrió a un famoso profesor de psicología para que le extirpara el recuerdo de ciertos actos y más que todo el pensamiento de las consecuencias previsibles de esos actos, había asesinado a su familia y quería olvidar el posible castigo. ¿Qué ganaría con huir, si el temor lo turbaba incesantemente? Y el famoso especialista no había logrado producir el olvido, pero sí reducir el futuro a un casi presente. Y Cósimo andaba por el mundo sin sentido de la esperanza, pero también sin sentido del temor.
El futuro no vive, no existe para Cósimo Schmitz, el herrero, no le da alegría ni temor. El pasado, ausente el futuro, también palidece, porque la memoria apenas sirve; pero qué intenso, total, eterno el presente, no distraído en visiones ni imágenes de lo que ha de venir, ni en el pensamiento de que en seguida todo habrá pasado.
Vivacidad, colorido, fuerza, delicia, exaltación de cada segundo de un presente en que está excluida toda mezcla así de recuerdos como de previsión; presente deslumbrador cuyos minutos valen por horas. En verdad no hay humano, salvo en los primeros meses de la infancia, que tenga noción remota de lo que es un presente sin memoria ni previsión; ni el amor ni la pasión, ni el viaje, ni la maravilla asumen la intensidad del tropel sensual de la infinita simultaneidad de estados del privilegiado del presente, prototípico, sin recuerdos ni presentimientos, sin sus inhibiciones o exhortaciones. Esta compensación es lo que alegaba, en explicaciones que nos dio, el famoso profesor, para superar a las desventajas que resultaban de su operación. Es así que Cósimo vivía en el embelesamiento constante, total y continuo, y se compadecía del apagado vivir y gustar lo actual de las gentes.
Conmueve verlo en el embebecimiento de cada matiz del día o la luna, en el deslumbre de cada instante del deseo, de la contemplación. Es el adorador, el amante del mundo. Tan todo es su instante que nada se altera, todo es eterno, y la cosa más incolora es infinita en sugestión y profundidad.
Todo tenso y a la vez transparente, porque mira cada árbol y cada sombra con todas las luces de su alma, sin cuidados, sin distracción. La palabra se retrasa, rige la inefabilidad de lo que se agolpa y renueva irretenible.
A mí, que lo cuento, me enternece contemplar el dulce y menudo vivir la mañana del pobre Cósimo Schmitz, un automatista de la dicha sorbo a sorbo, un cenestésico. Siento que las cosas hayan sucedido así; como psicólogo psicológico, no psicofisiológico, concibo perfectamente obtener el mismo resultado, sea de desmemoria, sea de desprevisión, sin necesidad de la aparatosa, biológicamente cara, extirpación quirúrgica, que, como toda intervención química, clínica, dietética o climática en los gustos y espontaneidades con que nacemos, es una universal ruinosa ilusión. Para no prever, basta desmemoriarse, y para desmemoriarse del todo, basta suspender todo pensamiento sobre lo pasado.
Así, pues, querido lector, si este cuento no te gusta, ya sabes cómo olvidarlo. ¿Quizá no lo sabías y sin saberlo no hubieras podido olvidarlo nunca?
Ya ves que éste es un cuento con mucho lector, pero también con mucho autor, pues que os facilita olvidar sus invenciones. leer completo:
Y contémplasele, con agrado, levantarse, lavarse, preparar el mate; luego se distrae con un diario, más tarde se sirve el desayuno, arregla una cortina, endereza una llave, escucha un momento la radio, lee unos apuntes en una libreta, altera ciertas disposiciones dentro de su habitación, escribe algo, alimenta a un pájaro, quédase un momento aparentemente adormilado en un sillón; luego arregla su cama y la tiende; llega el mediodía, ha terminado su mañana.
Sacuden fuertemente su puerta y la abren con ruido de fuertes llaves, y aparécensele tres carceleros o guardias y que se apoderan violentamente de él, pero sin resistencia. (Comprenderéis que la mañana cotidiana que estaba pasando transcurre en un calabozo.) Se queda muy asombrado y sigue donde ellos lo llevan; pero al punto de entrar en un gran salón se presenta en su espíritu la representación detallada de una sala con jueces, un sacerdote, un médico y parientes, y a un costado la gran máquina de electrocución. En ese lapso de los ocho minutos de futuro previsible, recuerda y prevé que se le había notificado la sentencia de muerte el día antes y que aquella máquina lo esperaba para ajusticiarlo.
Recuerda también que un tiempo antes, cierta tarde recurrió a un famoso profesor de psicología para que le extirpara el recuerdo de ciertos actos y más que todo el pensamiento de las consecuencias previsibles de esos actos, había asesinado a su familia y quería olvidar el posible castigo. ¿Qué ganaría con huir, si el temor lo turbaba incesantemente? Y el famoso especialista no había logrado producir el olvido, pero sí reducir el futuro a un casi presente. Y Cósimo andaba por el mundo sin sentido de la esperanza, pero también sin sentido del temor.
El futuro no vive, no existe para Cósimo Schmitz, el herrero, no le da alegría ni temor. El pasado, ausente el futuro, también palidece, porque la memoria apenas sirve; pero qué intenso, total, eterno el presente, no distraído en visiones ni imágenes de lo que ha de venir, ni en el pensamiento de que en seguida todo habrá pasado.
Vivacidad, colorido, fuerza, delicia, exaltación de cada segundo de un presente en que está excluida toda mezcla así de recuerdos como de previsión; presente deslumbrador cuyos minutos valen por horas. En verdad no hay humano, salvo en los primeros meses de la infancia, que tenga noción remota de lo que es un presente sin memoria ni previsión; ni el amor ni la pasión, ni el viaje, ni la maravilla asumen la intensidad del tropel sensual de la infinita simultaneidad de estados del privilegiado del presente, prototípico, sin recuerdos ni presentimientos, sin sus inhibiciones o exhortaciones. Esta compensación es lo que alegaba, en explicaciones que nos dio, el famoso profesor, para superar a las desventajas que resultaban de su operación. Es así que Cósimo vivía en el embelesamiento constante, total y continuo, y se compadecía del apagado vivir y gustar lo actual de las gentes.
Conmueve verlo en el embebecimiento de cada matiz del día o la luna, en el deslumbre de cada instante del deseo, de la contemplación. Es el adorador, el amante del mundo. Tan todo es su instante que nada se altera, todo es eterno, y la cosa más incolora es infinita en sugestión y profundidad.
Todo tenso y a la vez transparente, porque mira cada árbol y cada sombra con todas las luces de su alma, sin cuidados, sin distracción. La palabra se retrasa, rige la inefabilidad de lo que se agolpa y renueva irretenible.
A mí, que lo cuento, me enternece contemplar el dulce y menudo vivir la mañana del pobre Cósimo Schmitz, un automatista de la dicha sorbo a sorbo, un cenestésico. Siento que las cosas hayan sucedido así; como psicólogo psicológico, no psicofisiológico, concibo perfectamente obtener el mismo resultado, sea de desmemoria, sea de desprevisión, sin necesidad de la aparatosa, biológicamente cara, extirpación quirúrgica, que, como toda intervención química, clínica, dietética o climática en los gustos y espontaneidades con que nacemos, es una universal ruinosa ilusión. Para no prever, basta desmemoriarse, y para desmemoriarse del todo, basta suspender todo pensamiento sobre lo pasado.
Así, pues, querido lector, si este cuento no te gusta, ya sabes cómo olvidarlo. ¿Quizá no lo sabías y sin saberlo no hubieras podido olvidarlo nunca?
Ya ves que éste es un cuento con mucho lector, pero también con mucho autor, pues que os facilita olvidar sus invenciones. leer completo:
Una antología excelente , me encanta la literatura fantástica !! :)
ResponderEliminarATT: Lvcg 1999
un cuento FANTÁSTICO !
ResponderEliminarFELICIDADES !