El carácter lúdico presente en esta obra casi sin pausa -consolidado en un ameno juego de palabras- pareciera ser la característica relevante de esta novela de Mario Capasso. Sin embargo, el momento en que nuestra imaginación se expande, conducidos por el autor en un viaje sin pautas ni restricciones, nos sorprende en medio de otro juego: el de la libertad que nos ofrece asumir nuestra propia audacia como lectores.
En el edificio circula desde tiempos remotos una historia, tal vez se trate sólo de una leyenda de fin de temporada, pero sería injusto omitirla. Se dice que alguien alguna vez lo cruzó por algún pasillo y que gracias a la lucha de clases y a lo avanzado de la hora, lo reconoció por la remera y le clavó la mirada. El SUPER se deshizo de los clavos y corrió entonces escaleras arriba y su perseguidor, por las dudas de atrás, le siguió el rastro sin verle el rostro. El SUPER se refugió en el archivo de cosas olvidadas y el perseguidor esperó afuera pues los horarios no coincidieron por cuestión de segundos. Mientras aguardaba, al perseguidor se le dio por cerrar los ojos en un momento dado y el SUPER, dado el momento, pasó frente al perseguidor sin voltear el cubilete y de esta forma o de otra o de ambas alcanzó luego la azotea. Allí lo localizó más tarde el perseguidor que, para distraerlo, empezó a comprobar si la ropa tendida estaba seca o si aún le faltaba. El SUPER, como era de suponer y como ya casi era de noche, no cayó en la húmeda y estúpida treta y, con la rapidez que se le atribuye en las charlas de café, tiró el pocillo y se disfrazó de perseguidor y con esa maniobra desconcertó al perseguidor que procedió a pestañear repetidamente, al tiempo que se rascaba la cabeza, como extrañado. El breve instante de perplejidad sufrido por el perseguidor fue bien aprovechado por el SUPER para tomar la carrera necesaria y saltar al edificio vecino más lejano. Ante esta situación, el perseguidor, al verse a sí mismo realizar tan complicada acrobacia, quedó asombrado y orgulloso de semejante hazaña y se fue de lo más contento silbando una chacarera trunca por las escaleras. Como producto visible y palpable de este suceso, se puede afirmar que nada cambió en el edificio, lo que hace a la leyenda singularmente inútil. Y en todo caso esto ocurrió, si es que en realidad ocurrió, hace muchos años. Hoy por hoy, las cosas son bien distintas, ya nadie corre en el edificio, nadie persigue nada.
En el edificio circula desde tiempos remotos una historia, tal vez se trate sólo de una leyenda de fin de temporada, pero sería injusto omitirla. Se dice que alguien alguna vez lo cruzó por algún pasillo y que gracias a la lucha de clases y a lo avanzado de la hora, lo reconoció por la remera y le clavó la mirada. El SUPER se deshizo de los clavos y corrió entonces escaleras arriba y su perseguidor, por las dudas de atrás, le siguió el rastro sin verle el rostro. El SUPER se refugió en el archivo de cosas olvidadas y el perseguidor esperó afuera pues los horarios no coincidieron por cuestión de segundos. Mientras aguardaba, al perseguidor se le dio por cerrar los ojos en un momento dado y el SUPER, dado el momento, pasó frente al perseguidor sin voltear el cubilete y de esta forma o de otra o de ambas alcanzó luego la azotea. Allí lo localizó más tarde el perseguidor que, para distraerlo, empezó a comprobar si la ropa tendida estaba seca o si aún le faltaba. El SUPER, como era de suponer y como ya casi era de noche, no cayó en la húmeda y estúpida treta y, con la rapidez que se le atribuye en las charlas de café, tiró el pocillo y se disfrazó de perseguidor y con esa maniobra desconcertó al perseguidor que procedió a pestañear repetidamente, al tiempo que se rascaba la cabeza, como extrañado. El breve instante de perplejidad sufrido por el perseguidor fue bien aprovechado por el SUPER para tomar la carrera necesaria y saltar al edificio vecino más lejano. Ante esta situación, el perseguidor, al verse a sí mismo realizar tan complicada acrobacia, quedó asombrado y orgulloso de semejante hazaña y se fue de lo más contento silbando una chacarera trunca por las escaleras. Como producto visible y palpable de este suceso, se puede afirmar que nada cambió en el edificio, lo que hace a la leyenda singularmente inútil. Y en todo caso esto ocurrió, si es que en realidad ocurrió, hace muchos años. Hoy por hoy, las cosas son bien distintas, ya nadie corre en el edificio, nadie persigue nada.
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