Dijeron que iban a jugar
con los otros chicos del hotel.
Pero no era verdad porque esa siesta
el parque estaba desierto.
Por un rato juntaron
“venenitos” de los paraísos
con los que después
se organizaban luchas de bandos.
En un momento, la mayor,
que tendría unos ocho años,
sugirió: “¿no te gustaría ir
a la cantera abandonada?”
Y fueron,
se les dio por revolver trozos de piedras,
probablemente, mármoles.
Había unos blancos
con reflejos azules
que parecían de hielo.
Después, se fueron alejando
hacia el ruido del torrente.
Llegaron al puentecito
por donde alguna vez
se deslizara el cangilón.
“¿Cruzamos?”
“Pero ponete en cuatro patas
y, antes de avanzar,
empujá la madera hacia abajo
por si está podrida.”
La mayor iba adelante,
avanzaron hasta la mitad,
cuando a la menor, que venía detrás,
al probar la madera,
se le quebró y la miró caer al precipicio,
ella, temblando, se aferró
al resto de los troncos que vibraban.
Veía al torrente
arremolinarse
unos quince o veinte metros hacia abajo.
El agua atronaba y la hermana mayor
seguía avanzando.
“¡Volvé! ¡cuidado! ¡Se cayó!”
Gritaba la más chica.
“No, no te des vuelta,
estirá de a poco la pierna para atrás,
yo te digo hasta dónde.”
El cielo intensamente azul
desafiaba en lo alto
a estas dos criaturas que
nadie sabía dónde estaban.
Lo consiguieron, sí,
medio arañadas lograron regresar.
Ningún adulto supo
en la larga siesta provinciana.
La menor, que tendría cinco,
jamás pudo borrar el chirriar
del durmiente cuando lo presionó,
la visión del espiral en su caída
y el agua blanca, blanca de espuma
allá en lo hondo.
Nunca olvidó qué frágil era
el hilo de la aventura
ni qué cotidiana
la acechanza del peligro.
de Balandro, ediciones Paradiso 2014
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