sábado, 24 de octubre de 2015

Graciela Perosio


Dijeron que iban a jugar

con los otros chicos del hotel.

Pero no era verdad porque esa siesta

el parque estaba desierto.

Por un rato juntaron

“venenitos” de los paraísos

con los que después

se organizaban luchas de bandos.

En un momento, la mayor,

que tendría unos ocho años,

sugirió: “¿no te gustaría ir

a la cantera abandonada?”

Y fueron,

se les dio por revolver trozos de piedras,

probablemente, mármoles.

Había unos blancos

con reflejos azules

que parecían de hielo.

Después, se fueron alejando

hacia el ruido del torrente.

Llegaron al puentecito

por donde alguna vez

se deslizara el cangilón.

“¿Cruzamos?”

“Pero ponete en cuatro patas

y, antes de avanzar,

empujá la madera hacia abajo

por si está podrida.”

La mayor iba adelante,

avanzaron hasta la mitad,

cuando a la menor, que venía detrás,

al probar la madera,

se le quebró y la miró caer al precipicio,

ella, temblando, se aferró

al resto de los troncos que vibraban.

Veía al torrente  arremolinarse

unos quince o veinte metros hacia abajo.

El agua atronaba y la hermana mayor

seguía  avanzando.

“¡Volvé! ¡cuidado! ¡Se cayó!”

Gritaba la más chica.

“No, no te des vuelta,

estirá de a poco la pierna para atrás,

yo te digo hasta dónde.”

El cielo intensamente azul

desafiaba en lo alto

a estas dos criaturas que

nadie sabía dónde estaban.

Lo consiguieron, sí,

medio arañadas lograron regresar.

Ningún adulto supo

en la larga siesta provinciana.

La menor, que tendría cinco,

jamás pudo borrar el chirriar

del durmiente cuando lo presionó,

la visión del espiral en su caída

y el agua blanca, blanca de espuma

allá en lo hondo.

Nunca olvidó qué frágil era

el hilo de la aventura

ni qué cotidiana

la acechanza del peligro.


de Balandro, ediciones Paradiso 2014







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