lunes, 8 de febrero de 2016

Juan José Sena


El viento sopla ahora en las acacias, como la noche aquella en que se enloqueció la tierra y mi hermana decidió morirse. Sopla como un fantasma y arranca el alma de la primavera que ya debiera estar por empezar a hermosearse. Ruge como cien toros, como perros con hambre. Es una sola furia que arranca de cuajo lo único que nos está quedando de verde mustio en este suelo amargo que Dios ha puesto en abandono. Porque no nos llueve ni una lágrima desde hace meses y aquí se está empezando a resquebrajar lo que pisamos y más allá, en la loma, se está formando como un sueño de arena.

Allá se está adunando la venganza y amenaza venírsenos encima, con esa bronca ciega de la tierra, que no perdona, y como Dios tiene la vista en todas partes pero además es sordo, nos estamos quedando con las manos vacías y el despojo. Aunque mi abuela le siga prendiendo velas al santo que se trajo de Italia y se nos vinieron encima los gitanos para pedirnos fruta y mi abuelo se la negó y además les puso en las orejas la cuestión verdadera de que venían a jodernos y que mejor sería que nos dejaran en paz y se fueran bien lejos con sus mujeres y sus perros. Entonces fue cuando se bajó de una potranca una gitana gruesa como el aljibe, con una cara roja como el infierno y unos ojos que se me clavaron en la frente como un alambre oxidado. Se paró frente al abuelo que estaba sin moverse junto a la parva y tenía la horquilla fuerte en la mano y, después de mirarlo con esa fijeza que tienen los chimangos, le echó una maldición y todo el mal aliento de su boca de trapo. Le dijo algo así como que se nos iba a morir la tierra y se nos iba a envenenar las raíces de los que dan sombra. No habló mucho la vieja pero fue lo suficiente para que el cielo se nos echara atrás. Recuerdo que una nube muy negra le emponchó la cara al sol por un rato, todo el tiempo que la vieja gastó en encimarse a la potranca. Pero antes de montar volvió a mirarme más torcida y lo que se me clavó en alguna parte que ya no sé si era la frente o el corazón fue un miedo sucio, hediondo y viejo como ella misma, algo así como la noche aquella en que dormí al sereno y a una araña se le dio por anidarme la oreja. Me miró fijo y escupió. Entonces yo desvié la mirada y le seguí el gargajo hasta la tierra donde lo vi empollar como un insecto que ya nos empezara a envenenar el patio. Después escuché que se decían algo entre ellos en una lengua enrevesada y voz aguardentosa. Lo miré al abuelo y el abuelo seguía estaqueado allí donde se apostaba siempre que había que despedir a algún extraño que nos venía a robar tiempo. Ya había dicho las dos palabras claras que él sabía decir con voz definitiva siempre, y nos más iba a vérsele mover la barba de la cara para adobarle la partida a nadie. Los gitanos acabaron por irse y yo primero me subí a la tranquera y después al molino porque quería asegurarme de que no se nos apostaban por allí cerca, en una isleta de eucaliptos donde sabían acuartelarse los linyeras, y porque además me gustaba ver el caer del sol sobre sus colorinches, me gustaba ver el traperío que flameaba en los carros a esa hora en que un vientito dulzón sopla del lado en que se muere el día. Así fue que me quedé allá arriba hasta que todo se escondió. Los gitanos tomaron el camino que lleva al pueblo y en derredor de nuestra casa volvió a sombrear el silencio, pero el silencio como fondo, porque por encima de el se escuchaban los ruidos y las voces que a esa hora de la tarde venían desde el horizonte con una claridad de tono que no se percibía durante el día. Tan pronto eran perros que ladraban, como carros que volvían del monte, y su rodar cansado despedía por las ruedas como un gemido de gato herido. A veces era el pitido de una locomotora que se detenía en la estación, apenas un instante, y yo pensaba en mi madre, que hacía un año yo había llevado en el sulki hasta ese tren que nunca más la trajo, y me ponía a pensar lo lindo que sería tener que volver a atar el malacara al sulki para ir a la estación a buscarla, volviendo desde lejos, de una ciudad donde le habían remediado el corazón enfermo y ya no se volviese a ir. Fue esa noche misma, cuando ya nos habíamos ido a la cama, y estábamos todos bajo el calor de las cobijas y con los ladrillos que la abuela nos ponía en los pies, envueltos en franela, para que no se nos enfriara el cuerpo; en ese instante en que se nos cierran los ojos de mirar el mundo y se nos abren los de adentro para mirar el sueño; cuando la sangre se pone remolona, y lenta se va paseando por las venas, y uno se vuelve a sentir el niño protegido por una madre que lo arropa y lo vela mientras afuera están los árboles sin madre, con una luna fría sobre las hojas en que juega la escarcha; en ese instante, digo, el viento, que como de costumbre se escuchaba barrer y silbotear sobre las chapas, empezó a desatar un rencor concentrado. Primero fue un sonido como de animal que se arrastra babeando algún mal trato. Después un aguijoneo como de ramas que se abaten torcidas por el temporal, hasta que llegó un momento en que, como arrojado por el vientre del cielo, algo espantosamente grande y ardiente cayó junto a la casa y pareció sumirse en el pozo del agua, porque se escuchó un barboteo provocado por algo pesado que se hundía al tiempo que las gotas salpicaban las puertas y los muros como si los estuviera asperjando el demonio.
El alarido de los caballos era la única respuesta que escuchaba la furia, porque la abuela le hablaba a su Dios en un lenguaje inaudible, un cuchicheo secreto entre ella y él, enamorada sin correspondencia, y aún no resignada a sus desdenes. Ni a sus sadismos, porque no sé si aquello era su obra o la de su enemigo. Pero sea quién fuere —Dios o el Diablo—, cuando la abuela no había todavía acabado de circundar su gran rosario, y cuando ya todos nos habíamos desprendido del lecho para aventosarnos ante la ventana de la cocina a mirar cómo se nos iban partiendo quejumbrosos los árboles; en ese instante, digo, con ruido seco y bronco, y como desprendidas por una sola mano, empezaron a volarse las chapas y quedamos sin techo.
Entonces fue cuando mi hermana empezó a enloquecer. Sus ojos, azules como cuando amanece, se le hincharon de sangre, se le amorató la cara y con sus afiladas uñas se desgarró la ropa y huyó de nuestra casa gritando como una urraca herida. No pudimos seguirla, porque el viento nos hacía rebotar hacia el interior oponiéndonos un invisible obstáculo. A ella, en cambio, la tempestad la empujaba hacia la altura del molino y nosotros veíamos sus harapos blancuzcos ascendiendo con lento roce los peldaños que conducían a la torre, como si en torno de ella el vendaval formara una invisible campana que la aislaba en su vientre de lo que en torno era un azote ciego.
Después el viento no sopló más y la lluvia cesó. Entonces sentí como que el viento y la lluvia se habían estado amando desesperadamente en nuestra cara, como si todo fuera un placentero lecho para ejercer el frenesí, la gran locura sensual de los rigurosos elementos; sí, aquello era un endemoniado abrazo entre dos sexos portentosos que habían saciado su fervor en lo nuestro y habían engendrado destrucción y demencia. Vi aparecer de nuevo la cara gruñidora de la gitana vieja, que había sido la tercera, la celestina mañosa que había concertado semejante cita para placer de los demonios del viento y de la lluvia, y comprendí el sentido que tenía el pecado de fornicar que la catequista había tratado de hacerme entender inútilmente.
El abuelo me mandó que subiera a lo alto del molino donde el cuerpo de nuestra hermana se balanceaba todavía. Sus cabellos se habían enredado en las aletas de la rueda y una línea muy negra le recorría el cuello. Por allí el filo de la chapa le había llegado a la garganta. Pero no había sangre. Y tenía los ojos —sus ojos tan celestes— inmensamente abiertos, pero ya no miraban esta tierra sino que estaban vueltos hacia adentro, así como yo creía que debían volvérsenos a todos, cuando llegaba la hora de dormir, para mirar el sueño. (APP)

de Selección de cuentos, Dirección Provincial de Cultura de La Pampa-Municipalidad de la ciudad de Santa Rosa, Santa Rosa, 1973.


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