El viento sopla ahora en las acacias, como la noche aquella
en que se enloqueció la tierra y mi hermana decidió morirse. Sopla como un
fantasma y arranca el alma de la primavera que ya debiera estar por empezar a
hermosearse. Ruge como cien toros, como perros con hambre. Es una sola furia
que arranca de cuajo lo único que nos está quedando de verde mustio en este
suelo amargo que Dios ha puesto en abandono. Porque no nos llueve ni una
lágrima desde hace meses y aquí se está empezando a resquebrajar lo que pisamos
y más allá, en la loma, se está formando como un sueño de arena.
Allá se está adunando la venganza y amenaza venírsenos
encima, con esa bronca ciega de la tierra, que no perdona, y como Dios tiene la
vista en todas partes pero además es sordo, nos estamos quedando con las manos
vacías y el despojo. Aunque mi abuela le siga prendiendo velas al santo que se
trajo de Italia y se nos vinieron encima los gitanos para pedirnos fruta y mi
abuelo se la negó y además les puso en las orejas la cuestión verdadera de que
venían a jodernos y que mejor sería que nos dejaran en paz y se fueran bien
lejos con sus mujeres y sus perros. Entonces fue cuando se bajó de una potranca
una gitana gruesa como el aljibe, con una cara roja como el infierno y unos
ojos que se me clavaron en la frente como un alambre oxidado. Se paró frente al
abuelo que estaba sin moverse junto a la parva y tenía la horquilla fuerte en
la mano y, después de mirarlo con esa fijeza que tienen los chimangos, le echó
una maldición y todo el mal aliento de su boca de trapo. Le dijo algo así como
que se nos iba a morir la tierra y se nos iba a envenenar las raíces de los que
dan sombra. No habló mucho la vieja pero fue lo suficiente para que el cielo se
nos echara atrás. Recuerdo que una nube muy negra le emponchó la cara al sol
por un rato, todo el tiempo que la vieja gastó en encimarse a la potranca. Pero
antes de montar volvió a mirarme más torcida y lo que se me clavó en alguna
parte que ya no sé si era la frente o el corazón fue un miedo sucio, hediondo y
viejo como ella misma, algo así como la noche aquella en que dormí al sereno y
a una araña se le dio por anidarme la oreja. Me miró fijo y escupió. Entonces
yo desvié la mirada y le seguí el gargajo hasta la tierra donde lo vi empollar
como un insecto que ya nos empezara a envenenar el patio. Después escuché que
se decían algo entre ellos en una lengua enrevesada y voz aguardentosa. Lo miré
al abuelo y el abuelo seguía estaqueado allí donde se apostaba siempre que
había que despedir a algún extraño que nos venía a robar tiempo. Ya había dicho
las dos palabras claras que él sabía decir con voz definitiva siempre, y nos
más iba a vérsele mover la barba de la cara para adobarle la partida a nadie.
Los gitanos acabaron por irse y yo primero me subí a la tranquera y después al
molino porque quería asegurarme de que no se nos apostaban por allí cerca, en
una isleta de eucaliptos donde sabían acuartelarse los linyeras, y porque
además me gustaba ver el caer del sol sobre sus colorinches, me gustaba ver el
traperío que flameaba en los carros a esa hora en que un vientito dulzón sopla
del lado en que se muere el día. Así fue que me quedé allá arriba hasta que
todo se escondió. Los gitanos tomaron el camino que lleva al pueblo y en
derredor de nuestra casa volvió a sombrear el silencio, pero el silencio como
fondo, porque por encima de el se escuchaban los ruidos y las voces que a esa
hora de la tarde venían desde el horizonte con una claridad de tono que no se
percibía durante el día. Tan pronto eran perros que ladraban, como carros que
volvían del monte, y su rodar cansado despedía por las ruedas como un gemido de
gato herido. A veces era el pitido de una locomotora que se detenía en la
estación, apenas un instante, y yo pensaba en mi madre, que hacía un año yo
había llevado en el sulki hasta ese tren que nunca más la trajo, y me ponía a
pensar lo lindo que sería tener que volver a atar el malacara al sulki para ir
a la estación a buscarla, volviendo desde lejos, de una ciudad donde le habían
remediado el corazón enfermo y ya no se volviese a ir. Fue esa noche misma,
cuando ya nos habíamos ido a la cama, y estábamos todos bajo el calor de las
cobijas y con los ladrillos que la abuela nos ponía en los pies, envueltos en
franela, para que no se nos enfriara el cuerpo; en ese instante en que se nos
cierran los ojos de mirar el mundo y se nos abren los de adentro para mirar el
sueño; cuando la sangre se pone remolona, y lenta se va paseando por las venas,
y uno se vuelve a sentir el niño protegido por una madre que lo arropa y lo
vela mientras afuera están los árboles sin madre, con una luna fría sobre las
hojas en que juega la escarcha; en ese instante, digo, el viento, que como de
costumbre se escuchaba barrer y silbotear sobre las chapas, empezó a desatar un
rencor concentrado. Primero fue un sonido como de animal que se arrastra
babeando algún mal trato. Después un aguijoneo como de ramas que se abaten
torcidas por el temporal, hasta que llegó un momento en que, como arrojado por
el vientre del cielo, algo espantosamente grande y ardiente cayó junto a la
casa y pareció sumirse en el pozo del agua, porque se escuchó un barboteo
provocado por algo pesado que se hundía al tiempo que las gotas salpicaban las
puertas y los muros como si los estuviera asperjando el demonio.
El alarido de los caballos era la única respuesta que
escuchaba la furia, porque la abuela le hablaba a su Dios en un lenguaje
inaudible, un cuchicheo secreto entre ella y él, enamorada sin correspondencia,
y aún no resignada a sus desdenes. Ni a sus sadismos, porque no sé si aquello
era su obra o la de su enemigo. Pero sea quién fuere —Dios o el Diablo—, cuando
la abuela no había todavía acabado de circundar su gran rosario, y cuando ya
todos nos habíamos desprendido del lecho para aventosarnos ante la ventana de
la cocina a mirar cómo se nos iban partiendo quejumbrosos los árboles; en ese
instante, digo, con ruido seco y bronco, y como desprendidas por una sola mano,
empezaron a volarse las chapas y quedamos sin techo.
Entonces fue cuando mi hermana empezó a enloquecer. Sus
ojos, azules como cuando amanece, se le hincharon de sangre, se le amorató la
cara y con sus afiladas uñas se desgarró la ropa y huyó de nuestra casa
gritando como una urraca herida. No pudimos seguirla, porque el viento nos
hacía rebotar hacia el interior oponiéndonos un invisible obstáculo. A ella, en
cambio, la tempestad la empujaba hacia la altura del molino y nosotros veíamos
sus harapos blancuzcos ascendiendo con lento roce los peldaños que conducían a
la torre, como si en torno de ella el vendaval formara una invisible campana
que la aislaba en su vientre de lo que en torno era un azote ciego.
Después el viento no sopló más y la lluvia cesó. Entonces
sentí como que el viento y la lluvia se habían estado amando desesperadamente
en nuestra cara, como si todo fuera un placentero lecho para ejercer el
frenesí, la gran locura sensual de los rigurosos elementos; sí, aquello era un
endemoniado abrazo entre dos sexos portentosos que habían saciado su fervor en
lo nuestro y habían engendrado destrucción y demencia. Vi aparecer de nuevo la
cara gruñidora de la gitana vieja, que había sido la tercera, la celestina
mañosa que había concertado semejante cita para placer de los demonios del
viento y de la lluvia, y comprendí el sentido que tenía el pecado de fornicar
que la catequista había tratado de hacerme entender inútilmente.
El abuelo me mandó que subiera a lo alto del molino donde el
cuerpo de nuestra hermana se balanceaba todavía. Sus cabellos se habían
enredado en las aletas de la rueda y una línea muy negra le recorría el cuello.
Por allí el filo de la chapa le había llegado a la garganta. Pero no había
sangre. Y tenía los ojos —sus ojos tan celestes— inmensamente abiertos, pero ya
no miraban esta tierra sino que estaban vueltos hacia adentro, así como yo
creía que debían volvérsenos a todos, cuando llegaba la hora de dormir, para
mirar el sueño. (APP)
de Selección de cuentos, Dirección Provincial de Cultura de
La Pampa-Municipalidad de la ciudad de Santa Rosa, Santa Rosa, 1973.
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