CALLE RONDEAU
Fue cuando descendía por la calle
Rondeau,
ocupo mi cuerpo como si él fuera un
arcano.
Supe que entre el exilio
y la sinuosa ceremonia del exilio
huye el poema, resbala
Rondeau abajo
y yo lo sigo, lo acecho
hasta llegar al mar como a un
destino.
Le hice tantas preguntas, sentado
al borde de los muelles. Me miro
los pies descalzos mientras oigo
mis preguntas deslizarse a mis
espaldas
sobre la certeza silenciosa de los
rieles
y la respuesta de los durmientes.
Practiqué muchos años
la ceremonia del té
y ahora desciendo la calle Rondeau,
soy recóndito, llevo
los hijos que no tuve arropados
bajo el saco.
Los protejo de ese viento del mar
que hunde en la bruma el viaje
persistente de los genes.
Sólo después cruzaré Agraciada
y tendré que reconstruir la calle
Rondeau,
como si volviera a los nísperos de
la infancia
o los del insomnio. Correré
sobre el cordón de la vereda
y pasarán la zapatería La Molicie,
la ferretería La Fuerza del
Destino,
la marmolería El Pensamiento,
y Cecilia me contará de la
carbonería La Venus de Milo,
la vez que la asustó el camafeo
gigante.
Yo sabía que alguien me acechaba,
alguien me observa frente al mar
porque soy y seré sin para qué, soy
más allá de la gracia de un Dios
y de las obras, como los corales
que no existen en la bahía
de Montevideo,
o como yo mismo
que tampoco existo
bajando la calle Rondeau
por mi cuenta y riesgo
sin otra red para saltar los años
y la calle Agraciada
sino este amuleto que compongo,
como si fuera un poema,
entre el té y las rosas té,
la íntima ceremonia de los rosales
hundidos en el mar
adonde hoy llego como la noche,
como los siglos,
como Antonio Luis Cortés Varela
y María Angélica Zambroni García
llegaron en un tren del 10 de mayo
de 1966
para que él la besara, y después
mamaba
en sus senos antiguos,
la asía con sus brazos
tensos de obediencia y mundo,
apretaba
la palanca del tiempo,
cavaba con el pene, con los dedos,
con la boca
como para hundirse en un tiempo
sin tiempo en que flotaba,
tal vez el mismo vientre, o aun
antes,
y lloraba
de placer, decía,
lloraba frente al cuerpo
intransponible y dócil
y el coral del semen se le abría
para entregar la semilla que si
germinara
haría nacer al mismo hombre
que baja la misma calle Rondeau,
siempre el mismo, desde la caverna
o antes. O desde las bóvedas de la ciudadela,
adonde ahora me refugio, acuno
a mis hijos no nacidos
y me abrazo a las rodillas
de todas las estatuas en la
Estación Central
para que no me expulsen, ni
impregnen mi tierra con sal estéril
ni maldigan otra vez mi estirpe
por las siete generaciones
que vigilan mi poema
y vuelva a cumplir mi ceremonia.
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